UNA NOCHE BURGALESA TRAS LA RUTA MONTAÑESA o LA CASA DESORDENADA (cuento)

El autor advierte que los hechos son reales por increíble que parezca. La realidad, supera incluso a la ficción en ocasiones. Esta es una de ellas.
Para respetar la intimidad de los protagonistas, nombres y/o circunstancias, han sido cambiados.

Habíamos pasado un día agradable, compartiendo una afición común: la montaña, hollando lugares espectaculares que nos colmaron a todos dejándonos ese regusto especial de la amplitud de horizontes y paisajes de lejanos límites conquistados para nuestro solaz y recuerdo con el esfuerzo físico de un paso tras otro, y que, cuando vuelves la vista atrás, ya en el valle, con el músculo cansado, te enorgulleces íntimamente de lo que has podido culminar lo cual, para quien nunca lo ha intentado, no tiene ningún sentido.

Cenamos nuestros Consabidos Huevos Fritos, en un mínimo pueblo de las parameras burgalesas, cuyas casonas, blasonadas y algunas varias veces centenarias se están cayendo a pedazos pese a su sólida factura, como en tantos otros lugares de nuestra querida geografía. Pero la conservación de nuestro patrimonio no da votos y, por consiguiente, tampoco hay presupuesto para ello.

La razón de elegir este caserío, cuyo censo oficial no alcanza la decena de almas, es que el autor, unos días antes había pateado sus –exiguas- calles, iniciando en ellas una ruta, conociendo entonces a Marco, un emigrante llegado a nuestro país hace casi treinta años y que, avatares de la vida, llevaron a matrimoniar con una oriunda del mismo, de quien enviudó, pero encontrando en él una raigambre, que aún perdura.

Marco es albañíl, agricultor, lo que se tercie y, en lo que a nosotros interesaba: gestor del bar del pueblo. Tuvo la amabilidad de ofrecernos su caótica vivienda a cambio de nada, ofrecimiento que fue aceptado para descansar tras la jornada caminera haciendo un alto en nuestro largo viaje de regreso.

Así que tras nuestra cena en el bar, que aún está a medio terminar, nos preparamos para el –merecido- descanso. Siete éramos los que buscábamos el amparo del reposo. Cinco (Sara, Fernando, David, José Fernando y el autor) lo habíamos ya decidido y los dos restantes (Amanda y Pablo), lo hicieron a última hora quedándose, siquiera unas horas, para un breve descanso antes de regresar a Madrid, donde debían llegar temprano.

Fernando y el autor tenían claro que preferían dormir al amparo de su tienda bajo las estrellas, aunque, asesorados por los vecinos, trocaron el Collado de San Juan, más bucólico, pero mucho más alejado, por las eras, obviamente aledañas al villorrio, y custodiadas por una orgullosa torre medieval. Finalmente se sumó Sara a este grupo no se sabe si por puro espíritu aventurero o tras ver la casa. El resto se aprestó a pernoctar en la vieja casona, construida en la lejana fecha de 1821, según está grabado en el dintel de su portalón.

La casa es enorme, tiene tres plantas y el desorden que reina en ella es indescriptible. Como dijo Fernando, es la vivienda de un soltero, pero este soltero es, además campeón del desorden. Decenas de utensilios, trastos y cachivaches se encuentran esparcidos por los tres pisos: neveras, bicicletas, materiales de construcción, motores viejos, restos de cables, muebles de múltiples estilos, chatarra, telas, trapos, listones de madera, herramientas de todo tipo, alfombras arrugadas, cuadros, aperos de labranza, dos o tres calentadores eléctricos, piezas indefinibles que algún día fueron constituyentes de algún artilugio que hoy resulta imposible determinar, etc. etc. Todos ellos sin orden ni concierto, repartidos por todos los rincones. La menos saturada de chismes es la cocina, con su gigantesco lar, ahumada y con ristras de chorizos colgando; aledaña hay otra pieza, también en la primera planta, en la que se han colocado electrodómésticos que tienen al menos 40 años. El cuarto de baño en sí es un poema: abuhardillado, con ropa sucia esparcida por el suelo, una brocha de afeitar sobre el lavabo, junto a otros enseres, con restos de espuma de solera; la tabla más pequeña que el propio retrete al que cubre, contrasta con el moderno sistema de descarga sin cisterna.
No es posible describir la magnitud del caos sin verlo presencialmente y, sin embargo, no podría describirse como una casa sucia o mugrienta, aunque, desde luego, no invitaba al solaz.

En el caserón se acomodaron pues Amanda, Pablo, David y José Fernando, sin osar ninguno descubrir sus respectivas camas por miedo a ver lo que debajo de cada colcha había. David y José Fernando durmieron razonablemente bien, dentro de sus sacos, según manifestaron a la mañana siguiente, y Amanda y Pablo, convenientemente aislados de las camas con una colchoneta y alguna toalla, también, hasta que les tocó su personal diana.

Volvamos ahora a las eras.

Acabada la cena, sería la una de la madrugada, Fernando y el autor montan su tienda, en el mullido y herboso lecho de la llanada. A punto están de entregarse en los brazos de Morfeo, cuando unos sonoros goterones hacen crepitar la lona de sus tiendas; simultáneamente, algún habitante de esa sabana herbácea (probablemente un topo), empieza a removerse bajo la almohada del autor. Primero un relámpago y un buen rato después su trueno, presagian lo peor (y a la tienda de Fernando le falta el cobertor de la rejilla superior de ventilación). Las gotas cesan, el topo sigue. Compás de espera. Otro relámpago, nuevos goterones. Se oye la risa se Sara. El autor se asoma: las rutilantes estrellas han sido reemplazadas por oscuros nubarrones que cubren por completo la bóveda celeste, excepto una fina franja al sureste por la que la anaranjada luna pugna por hacerse un hueco, perdiendo la partida. ¿Qué hacemos?, pregunta y, casi esperando la respuesta, decide optar por la solución sensata y previsora, levantar el campamento e ir al cobijo seguro del caserón, desordenado pero techado. Sara y Fernando le siguen y el cortejo así creado debería figurar en los anales del más genuino surrealismo: lo abre el autor (Perry para los amigos) que, por encima del hombro izquierdo acarrea la tienda entera, montada y arrancada del suelo, a la espalda la mochila y en la mano derecha su inseparable bolsón del equipaje; detrás Fernando, en pijama a rayas, con zapatos y garbosamente arropado con su saco de dormir a modo de taurino capote; detrás Sara, trotando y tratando, parece que sin demasiada fortuna, de obtener algún documento gráfico del evento.

Llegan a la casona, Sara y Fernando suben y se acomodan en sendos sofás (?) en la primera planta. Perry, terco, planta su tienda en un rincón frente a frente con el portalón, tras un coche aparcado y se apresta de nuevo al sueño. Oye a Marco, que llega y cierra el portón. Perry teme lo peor: que lo haya cerrado por dentro y, en caso de chaparrada, no poder entrar en la casa. Comprueba lo infundado de sus temores, pues el cerrojo puede abrirse a través del portillo y se vuelve a su carpa, no si separarla todo lo posible del mercedes aparcado frente a la casa, no vaya a ser que arranque y le atropellen (nótese lo poco bucólico de la situación que, por mor de la tormenta había trocado los anhelos silvestres de Perry obligándole a dormir bajo el tubo de escape de un viejo automóvil como un vagabundo urbano).

Empieza a llover de nuevo y el acampado, harto ya de tanto infortunio, entra en la casa y se acomoda en el zaguán, sobre su colchoneta, bajo un cajón de cartón y un banco de madera, definitivamente entregado a la filosofía pordiosera, pero, acurrucado, ¡por fin!, se duerme.

A las cuatro y media de la madrugada unos ruidos le despiertan, alguien se remueve en los pisos superiores: son Amanda y Pablo que se aprestan a partir. Dejan en el sofá la colchoneta y la toalla que les prestó el autor, sin darse cuenta que está ocupado: por Sara. Para mayor abundamiento, el televisor del salón se enciende espontáneamente, y Fernando descubre horrorizado un par de ceniceros, repletos de colillas de los puros que fuma Marco (¡qué arte exhibe este hombre hablando mientras mantiene el purito entre sus labios!), colillas cuya antigüedad debe ser afín a la de la casa. Los citados ceniceros emiten efluvios hacia sus pituitarias y le hacen exclamar vehementemente: ¡Qué bestia!.

Liberado de esta catarsis, logra hacerse con el mando del dichoso televisor y pone fin a su loco discurso. Amanda y Pablo logran encontrar la salida en el laberinto de la casona, y Perry se incorpora, temiendo que le pisen, estando como está en medio del paso. ¿Cómo puedes dormir aquí con esta humedad?, le pregunta Amanda, y Perry empieza entonces, y sólo entonces, a ser consciente del frío de los "sintecho". Se despiden deseándoles feliz camino.

Y el nómada decide buscarse otro lugar de acomodo menos lóbrego. Descartada la planta baja (no hay otro sitio libre que el zaguán), sube al primer piso, donde Sara le sugiere ocupar la cama que han dejado libre los viajeros salientes, y en ella, de nuevo se entrega al último y reparador sueño, no sin antes visitar el excusado, donde tiene que esperar a que el casero termine su meadita nocturna.

A las siete y media de la mañana, la luz nos despierta poniendo fin así a esta quimera de la que el autor aún duda si ocurrió realmente o fue fruto de un fugaz rapto de locura.

De ser, no obstante, cierta, la tradicional estoicidad espartana de nuestro espíritu montañero, nos impelería a repetirla a cada uno de los implicados en la misma. Esto no lo supera ni el más cutre de los refugios montañeros.

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